Extraviarse

Carlos Franco-Ruiz
19 min readFeb 16, 2023

por Revolting Bodies Blog — Trs. Carlos Franco-Ruiz

Fotografia by Herve Guibert

Capacidad y Error

Una de las últimas piezas que Michel Foucault pudo completar para su publicación antes de su muerte fue un homenaje a su amado maestro, Georges Canguilhem. Fue publicado en una revista de metafísica francesa y como introducción a la traducción al inglés del texto seminal de Canguilhem, Lo normal y lo patológico. En su pieza, Foucault toma nota de algo importante para Canguilhem, el error:

En el centro de estos problemas se encuentra el del error. Pues en el nivel más básico de la vida, los procesos de codificación y decodificación dan paso a un acontecimiento fortuito que, antes de convertirse en enfermedad, carencia o monstruosidad, es algo así como una perturbación del sistema informativo, algo así como un “error”. ” En este sentido, la vida — y éste es su rasgo más radical — es aquello que es capaz de error.

(FOUCAULT 1998, 476)

La vida como aquello que es capaz de cometer errores irrumpe en la obra de Foucault, iluminando gran parte de lo que a menudo puede percibirse como sus momentos más oscuros. Este comentario sobre Canguilhem al final de su vida proporciona mucho de lo que ya estaba presente en series de conferencias como Abnormal u obras centrales como Discipline and Punish. Sin embargo, también permite a los lectores adquirir una comprensión más inmediata de algo crucial que está en juego en la obra de Foucault: cómo concebimos la vida. Giorgio Agamben utiliza esta posición de errancia y subjetividad en el ensayo de Foucault para oponer la concepción “del sujeto a partir de un encuentro contingente con la verdad” (Agamben 1999, 221). Pero uno puede hacer un argumento mucho más simple: si vivir es fundamentalmente estar siempre en riesgo de errar, el circuito biopolítico no ha tenido otro objetivo que determinar, definir y eliminar el error en la vida.

Esta “perturbación” en el sistema de información se convierte en un nodo crucial de resistencia en el marco foucaultiano. Extraviarse es resistir.

Lo normal y lo anormal se convierten en un esquema a través del cual se pueden aplicar todas las tecnologías más amplias. El giro inicial hacia la sociedad disciplinaria está marcado, entre otras cosas, por el hecho de que “el poder ya no se manifiesta a través de la violencia de su ceremonia, sino que se ejerce a través de la normalización, el hábito y la disciplina” (Foucault 2015, 240). Los sujetos transitan e interactúan con estos aparatos normalizadores, siempre con el objetivo de reintegrarse; sin embargo, puede que no siempre termine ahí. La anormalidad es una forma de “anarquía” de la que se debe defender a la sociedad, interrumpe el flujo adecuado de cuerpos, información, capital y la maximización de las fuerzas estatales (Foucault 2003, 318). Es una amenaza para el desarrollo mismo. Locura, perversidad, invalidez, indolencia, criminalidad; son categorías en las ciencias humanas que ayudan a diferenciar y categorizar la anormalidad que constituye la marea que choca contra la lógica de la producción y la política de la utilidad. La tarea de la biopolítica se puede describir como una mirada pastoral secular continua. El pastor tiene la tarea de detectar anomalías y administrar los circuitos. Por ello, el derecho soberano a la vida no se disuelve por completo en este nuevo régimen, sino que simplemente se reelabora y se le otorga una nueva asignación y racionalidad. Aquellos que se han extraviado, cuyas vidas están en el error, se convierten en un riesgo que amerita su encierro, corrección y, muchas veces, su liquidación.

Es en este sentido que se puede entender el trabajo genealógico de Foucault sobre los sistemas disciplinarios como una cartografía histórica de caminos de resistencia y captura. Esta resistencia puede adoptar diversas formas. Hay momentos en que una afrenta directa a una ley resulta en su neutralización. Alternativamente, también están quienes, por su forma de vida o modo de existencia, desafían las prácticas económicas, médico-jurídicas o estatales bajo las cuales padecen.

Finalmente, se puede hacer una clara distinción entre estas dos formas de extraviarse; los que huyen, los que acaban en el límite del régimen dominante contemporáneo, y los que se pierden en él, los que cortocircuitan las tecnologías del poder desde sus garras y dentro de su propio marco. La neutralización de los aparatos sigue siendo común a estas dos formas de confrontación y libertad en la anarquía de la anormalidad.

La norma

L’orthopedie, 1741

En Discipline and Punish, entre las imágenes proporcionadas de mecanismos panópticos, prácticas pedagógicas rígidas y prisiones solitarias tortuosas, hay un boceto mucho más plácido. Es una representación de un árbol torcido que está atado a un poste con una cuerda, evitando que brote de forma deformada. El origen de la imagen es el primer volumen de una serie de obras sobre “el arte de corregir y prevenir las deformidades en los niños” de Nicolas Andry, el inventor del término “ortopedia” (Kohler 2010, 394). La imagen es un resumen perfecto del funcionamiento ideal de los aparatos de normalización. El establecimiento de restricciones, la redirección de la mecánica de un cuerpo vivo, es fundamental para el aparato disciplinario.

Horarios, cooperación a gran escala en una fábrica y perforación; todos funcionan para iniciar un impulso de autopropulsión en el cuerpo. Antes de articular su teoría de la docilidad, en una conferencia en 1973, Foucault usa una gran cantidad de cuidado al analizar el cambio de la vigilancia de la moralidad a la vigilancia y la instilación del “hábito”. Inicialmente, siguiendo la concepción humeana, en los siglos XVII y XVIII, el hábito tuvo un uso fundamentalmente crítico. Su función era la de reanalizar “las obligaciones tradicionales fundadas en una trascendencia, y sustituir estas obligaciones por una obligación pura y simple del contrato” (Foucault 2015, 238). En el siglo XIX, la concepción del hábito cambia. El hábito se convirtió en una tendencia valorada a la que la gente debe someterse. El hábito se convierte en el tejido tendido a través de una matriz de vínculos que conecta el orden de las cosas.

Sin embargo, estos hábitos sólo pueden inculcarse de manera efectiva en un régimen que funciona de acuerdo con una norma. Para Canguilhem, “[l]o normal no es un concepto estático ni pacífico, sino dinámico y polémico” (Canguilhem 1989, 239). Foucault amplía esta definición. “Quizás podríamos decir que es un concepto político”, porque “la norma trae consigo un principio tanto de calificación como de corrección. La función de la norma no es excluir ni rechazar. Más bien, siempre está vinculado a una técnica positiva de intervención y transformación” (Foucault 2003, 50). El poder normalizador tiene la tarea de tender la mano y hacer retroceder a quienes se han desviado o a quienes no están del todo alineados con una modalidad productiva. Lo normal desplaza al sujeto moral, virtuoso y perfeccionado. Pero queda un rastro de moralidad en la noción de norma.

Los juicios normalizadores se encuentran con los sujetos extraviados precisamente donde están situados y los vuelven dóciles, por lo tanto productivos y, por lo tanto, dentro de la variación aceptable de la norma. Esa es la ventaja despiadada del poder normalizador, su juicio puede perforar cualquier lugar e inmediatamente enviar un sujeto, un dato singular, a través de los circuitos correctivos necesarios.

La norma es lo que dirige tanto los aparatos biopolíticos como las tecnologías disciplinarias. Es lo que fluye entre ambos, es lo que dirige sus modos de intervención y regulación. “La norma es algo que puede aplicarse tanto a un cuerpo que se desea disciplinar como a una población que se desea regularizar” (Foucault 2003b, 254). Los circuitos disciplinarios y biopolíticos se fusionan en el punto de lo anormal, cada uno con diferentes niveles de evaluación y actividad.

La paradoja pastoral

El surgimiento y desarrollo del poder pastoral en el contexto cristiano marca una importante evolución en la ejecución y dominio del poder, pero también en la vigilancia de la anormalidad. El poder se redefine en el contexto pastoral. “El pastor ejerce poder sobre el rebaño más que sobre la tierra” (Foucault 2001, 301). El poder pastoral se asienta en las raíces conectoras de la administración de la población y la regulación de la vida, tiene un papel pequeño pero informativo que desempeñar en el desarrollo de la biopolítica. El pastor se preocupa por la conducta tanto de los miembros individuales del rebaño como de la comunidad general del rebaño. Su propósito divino, la responsabilidad solemne que Dios le otorga al pastor, es asegurar la salvación del rebaño en su totalidad. Sin embargo, con el poder pastoral surge una paradoja, una que no es diferente a la paradoja de la administración biopolítica de la vida. “La oveja que es motivo de escándalo, o cuya corrupción está en peligro de corromper a todo el rebaño, debe ser abandonada” (Foucault 2007, 169). Esta paradoja es el núcleo soberano violento en la pastoral. Si el rebaño se va a salvar, debe ser puro. El buen pastor debe tener los sentidos atentos a la posibilidad de alguna corrupción que pueda profanar al rebaño con su presencia profana. Esta es la modalidad primaria de la “prohibición sacra” (Stiker 1999, 26).

Sin embargo, la salvación adquiere una nueva orientación en la era del nacimiento del Estado moderno. Ya no hay una historia de salvación cerrada, donde los imperios y los reinos, “en un momento determinado, debían unirse como el tiempo universal de un Imperio en el que se borrarían todas las diferencias […] y ese sería el tiempo de Cristo retorno” (Foucault 2007, 260). El aplazamiento indefinido del regreso de Cristo devuelve las preocupaciones de la pastoral al juego secular del puro gobierno inmediato. Esta nueva salvación tomará la forma de la maximización de las fuerzas estatales, que se logrará a través de la policía. “La policía debe asegurar el esplendor del estado” (Foucault 2007, 313). En el centro de esta serie de prácticas que constituyen el Estado, la policía y las estrategias de población y seguridad, se encuentra el desarrollo y la productividad. La salvación se vuelve biopolítica. Y con la productividad como criterio, el problema de la anormalidad se convierte en un problema de orden social y de liberación.

Foucault sostiene que se podría “tomar” el “problema de la psiquiatría como defensa social a fines del siglo XIX, comenzando por el problema de la anarquía y el desorden social” (Foucault 2003, 318).

La anarquía de la anormalidad y la anormalidad de la anarquía

Édouard Seguin, el médico francés que fue aclamado por su trabajo con niños discapacitados institucionalizados, escribió un texto clínico en 1846 que fue ampliamente difundido en Europa y Estados Unidos, The Moral Treatment, Hygiene, and Education of Idiots and Other Backward Children. Los médicos europeos lo elogiaron como “¡la Carta Magna de la emancipación de la clase imbécil!”. J.E. Wallin, un médico estadounidense, aparentemente no menos apasionado, identificó a Seguin como un “profeta” y describió su libro como “el mejor trabajo realizado desde su época para mejorar a los débiles mentales”. Los maestros que siguen la metodología didáctica de Seguin deben “llamar al alma del niño” (Wallin 1924, 18). Porque los niños diagnosticados con “idiotez” poseen un instinto que se encuentra en un “estado salvaje sin integrarse”. Esto no solo significa que el instinto del niño no está debidamente integrado dentro de sus “órganos y facultades”, también es una falta fundamental de integración con este mismo mundo y todas sus preciosas expectativas morales. Seguin describe al niño discapacitado como uno con un modo de ser que “lo saca del mundo moral” (Foucault citando a Seguin 2006, 210). Dentro de la norma se encuentra una afirmación sobre la propia posición moral de uno en el mundo. Una condena moral violenta se asienta en la raíz de la identificación de la anormalidad. También hay una distinción política. La disposición diagnosticada del niño anormal es aquella que expresa no síntomas, sino “elementos naturales y anárquicos” (Foucault 2006, 212). El niño anormal se describe como poseedor de “una cierta forma anárquica de voluntad”. La voluntad adulta normal, deseable, es “una voluntad que puede obedecer”. La voluntad del “idiota” es aquella que “anárquicamente y obstinadamente dice ‘no’”. La recomendación de Seguin es que los docentes deben intervenir de tal manera que se produzca “una captura física total que sirva para sujetar y dominar el cuerpo” (Foucault 2006, 217). No es sorprendente, las recomendaciones de Seguin se convirtieron en el modelo y la “inspiración” para las “instituciones con apoyo público y privado” encargadas de la educación, el confinamiento y el secuestro de niños discapacitados en Estados Unidos a principios del siglo XX (Wallin 1924, 19).

Esta relación entre anarquía y anormalidad también funciona en dirección opuesta. Cesare Lombroso, un criminólogo italiano, argumentó que “las ciencias biológicas, anatómicas, psicológicas y psiquiátricas” podrían proporcionar “una forma de distinguir entre la revolución genuinamente fructífera y útil de la podredumbre y la revuelta siempre estériles”.
Lombroso describe a revolucionarios como Marx y Charlotte Corday como poseedores de “fisonomías maravillosamente armoniosas”. Por el contrario, en su análisis de una foto de cuarenta y un anarquistas detenidos en París, “el 31 por ciento de ellos tenía defectos físicos graves. De cien anarquistas arrestados en Turín, treinta y cuatro carecían de la figura maravillosamente armoniosa de Charlotte Corday o Karl Marx” (Foucault 2003, 154).

En la anormalidad hay un hilo que conduce a una afirmación política de la anarquía; y en la anarquía hay un hilo que conduce a una afirmación médico-jurídica de anormalidad.

Desviación errante

En The Punitive Society, Foucault sigue el trabajo del fisiócrata y jurista francés Guillaime Le Trosne y sus prescripciones políticas para el vagabundeo y la mendicidad. El vagabundo tiene una posición peculiar en el cuerpo social. No se describen “en relación al consumo, a la masa de bienes disponibles, sino en relación a los mecanismos y procesos de producción” (Foucault 2015, 45). El vagabundo no es simplemente un ladrón. El vagabundo en cambio debe ser tratado y sancionado porque ataca los mismos mecanismos de producción. Es en la negativa a trabajar del vagabundo y en su vagancia donde se encuentra el delito; no en una acción particular que pueda ser singularizada jurídicamente en el tiempo, sino en extraviarse. Le Trosne los considera un enemigo comparable a un ejército extranjero: “viven en un verdadero estado de guerra con todos los ciudadanos” (Le Trosne 1764, 9). El verdadero problema reside en su extraña posicionalidad. “Viven en sociedad sin pertenecer a ella” (Foucault 2015, 49). La posición bélica de Le Tronse hacia estos cuerpos indica que representan un mundo interno pero hostil y extraño; uno que debe ser eliminado. No es simplemente una acción, sino una forma de existencia que se identifica como el problema. Y considerando que al advenimiento de cada crisis económica aumentaba el vagabundeo, se debe hacer todo lo posible para capturar y ocultar a estos fugitivos del ciclo productivo. “Hay aspectos del mal que tienen tal poder de contagio, tal fuerza de escándalo que cualquier publicidad los multiplica infinitamente” (Foucault 1965, 67). Están justo fuera del alcance del aparato productivo y siempre en riesgo de contaminar el proceso productivo con la intensidad viral de un mundo diferente y una forma de vida diferente. “[Entre los dos mundos solo puede haber guerra, odio y hostilidad fundamental” (Foucault 2015, 55).

Los niños caen a través de las empalizadas del aparato disciplinario y también del circuito del régimen biopolítico. En muchos sentidos, son su objetivo más preciado. Una publicación socialista utópica en la Francia del siglo XIX vuelve a contar una interacción entre un juez y un niño acusado de vagancia criminal:

El juez: Hay que dormir en casa. — Béasse: ¿Tengo un hogar? — Vives en perpetuo vagabundeo. — Trabajo para ganarme la vida. — ¿Cuál es tu estación en la vida? — Mi posición: para empezar, tengo treinta y seis años por lo menos; No trabajo para nadie. He trabajado por mi cuenta durante mucho tiempo. […] Tengo mucho que hacer. — Sería mejor que te pusieran en una buena casa como aprendiz y aprendieras un oficio. — Oh, una buena casa, un aprendizaje, es demasiado problema. Y de todos modos los burgueses… siempre refunfuñando, sin libertad. — ¿Tu padre no desea reclamarte? — No tengo padre. — ¿Y tu madre? — Ni madre tampoco, ni padres, ni amigos, libre e independiente.’ Al escuchar su sentencia de dos años en un reformatorio, Béasse ‘hizo una mueca, luego, recuperando su buen humor, comentó: “Dos años, eso nunca es más de veinticuatro meses. ¡Entonces vámonos!

(FOUCAULT 1977, 290–291)

Su reacción parece absurda, especialmente ante el horror que es el encarcelamiento. Sin embargo, aquí hay que prestar atención a las palabras de Bataille. “Cuando nos reímos del absurdo infantil, la risa disfraza la vergüenza que sentimos, viendo a qué reducimos la vida” (Bataille 2014, 47). A lo largo de los siglos XVIII y XIX, y aún hoy, el nomadismo moral del vagabundo, cuyo modo de ser es uno perpetuamente en el error, golpea un miedo único. A través del error, la obra indefinida de la libertad aparece a la vista.

Perdido en el circuito

Están aquellos, por otro lado, que están inmersos profundamente en una relación de poder, con muy poco espacio para evadir la trampa. Entonces, ellos presionan hacia adentro. Exponen el cableado defectuoso del circuito biopolítico y se apoyan en él, lo que hace que exponga sus propias debilidades y fragilidades, o que haga un cortocircuito por completo. Con opciones limitadas y una función-sujeto impuesta sobre ellas, invierten las fuerzas del poder dominante. Porque, en un sentido muy particular, tienen un sentido más íntimo de las herramientas y tecnologías en juego, incluso si no las manejan.

Para Foucault, los héroes militantes de la anti-psiquiatría no eran como RD Laing, ni ningún practicante. Eran los histéricos. El histérico, como caso clínico, presentó un escenario de pesadilla epistemológica inmediata para el poder psiquiátrico. “[E]l conocimiento del psiquiatra es uno de los componentes mediante los cuales el aparato disciplinario organiza el poder excedente de la realidad en torno a la locura” (Foucault 2006, 233). El establecimiento de un dominio de la realidad y la adscripción de la verdad está completamente en manos del psiquiatra en el piso del manicomio.

Si, como sugiere Foucault, los psiquiatras adquirieron su papel de defensores de lo social contra los peligros aberrantes de lo loco a través de su acceso a su realidad, la histeria constituye el peor tipo de crisis epistemológica. La histeria derrumba los muros entre la realidad y la simulación. Es por esto que al psiquiatra Jules Falret, cuya obra fue fundamental para las teorías iniciales de folie à deux, la locura racional y los fenómenos conductuales de masas como formas de contagio social, no le queda más remedio que atestiguar patéticamente: “La vida de las histéricas es sólo una mentira constante” (Foucault 2006, 307). Uno se pregunta qué significa ese arrebato para los varios volúmenes de estudio clínico de Falret.

Pasando al siglo XX, en diciembre de 1972, los encarcelados en la prisión de Toul se rebelaron. En general, los detenidos usaban métodos de escape que los guardias, guardianes y otros funcionarios sabían cómo responder o contrarrestar: suicidio o fuga. Pero esta no fue la estrategia que utilizaron estos prisioneros. En cambio, se produjo una inversión completa. Se levantó una barricada dentro de los muros del centro de detención. El complejo sistema de cercado se convirtió en su atrincheramiento. Todos los mecanismos que habían llegado a conocer tan bien a través de su cruel subyugación se convirtieron en elementos tácticos en su defensa.

No tomaron rehenes, condujeron a los guardias que habían abusado de ellos hasta las puertas de la prisión ahora ocupada y los dejaron salir. En ese momento, en este nuevo territorio tras los muros de la prisión, las víctimas de un régimen ininterrumpido de pena suspendieron toda su práctica. A pesar de haber encadenado a los presos a sus camas durante días enteros, empujándolos con frecuencia al suicidio y administrándoles sedantes regularmente contra su voluntad, los guardias fueron liberados (Foucault 2021b, 252). El único lugar en Francia donde la lógica de la tortura política se calmó momentáneamente fue dentro del centro de detención de Toul, en medio de una revuelta. Los prisioneros optaron por no tener influencia sobre los administradores más allá del propio edificio. A los guardias se les permitiría regresar a su lugar de trabajo solo una vez que hayan reconocido a quienes encarcelan “como una fuerza con la que se negocia” (Foucault 2021, 235). Foucault toma esta revuelta como prueba de que “podemos llamar “política” a cualquier lucha contra el poder establecido cuando constituye una fuerza colectiva, con su propia organización, objetivos y estrategia” (Foucault 2021, 236).

Este viaje a través de revueltas dentro del circuito biopolítico se cerrará en Denver, Colorado, en 1978. Un grupo de defensa de la discapacidad, ADAPT (entonces llamado Atlantis), había estado haciendo campaña por el acceso al transporte público durante más de un año. Sus peticiones quedaron sin respuesta. Esta es una población marginal, al margen del aparato productivo, y por tanto al margen del orden social. Privados de transporte, uno puede imaginar que los arrogantes funcionarios de la ciudad no ven una gran amenaza en esta población que habían restringido y confinado tan completamente. Más tarde ese año, el departamento de transporte de la ciudad de Denver compró una nueva flota, sin ascensores.

El estado de Colorado había impuesto la inmovilidad a la población discapacitada de Denver. Ante una completa monopolización de la movilidad, estos manifestantes abandonaron su respetable estrategia democrática y optaron por la militancia. Temprano en la mañana de un miércoles, treinta militantes discapacitados bloquearon una intersección y bloquearon dos de estos nuevos autobuses. Algunos incluso tiraron de sus cuerpos debajo del chasis contra los neumáticos, impidiendo que se movieran en absoluto. Hubo intentos de arresto, pero la creciente conmoción y el tráfico inesperado lo hicieron casi imposible. Por supuesto, por casualidad, los autobuses de la policía tampoco estaban equipados con ascensores (Worthington 2017).

Su inmovilidad impuesta se convierte en la de la ciudad de Denver. Este acto, esta detención de una ciudad, interrumpió el flujo de cuerpos, el flujo de capitales y los procesos productivos. La “utopía concreta del imperio cibernético” fue, en un nodo, por un momento, interrumpida (Tiqqun 2011, 152). Y aunque este acto militante estuvo enfocado, afectó a los autobuses, sacó a la policía de sus rutas de patrulla y detuvo a los trabajadores itinerantes. Todo acto que apunta hacia lo insurreccional, aunque sea menor en su militancia, gesticula algo más allá de lo que le es inmediato. Señala otro mundo. Esta armamentización de las mismas condiciones de su subyugación desbarató una ciudad entera y, por un momento, expuso la debilidad de los circuitos que subyugaban a todos.

Conclusión: Otra vida

Giorgio Agamben, apelando a la obra de Walter Benjamin, atestigua que “el estado de excepción convertido en regla señala el cumplimiento del derecho y su indistinguibilidad de la vida” (Agamben 1998, 53). La ley como indistinguible de la vida, ese es el horror en el centro del persistente estado de excepción. Se podría decir lo mismo del aparato biopolítico; que su perfecto funcionamiento se encuentra cuando la propia vida, sus movimientos, hábitos y comportamientos se vuelven indistinguibles de los procesos que “aseguran el esplendor del Estado” (Foucault 2007, 313). El terror de la norma reina en todas partes, la vida y la policía entran en una zona de indiscernibilidad. El circuito biopolítico funciona a la perfección cuando ya no se puede identificar su contenido. Los medios de control se vuelven tan vastos y tan precisos que uno ya no los nota. Deleuze describe la sociedad de control como comparable a una carretera. “[H]aciendo carreteras, se multiplican los medios de control”, uno puede “viajar infinitamente y ‘libremente’ sin estar confinado estando perfectamente controlado” (Deleuze 2007, 327).

Las imágenes de un adolescente discapacitado durmiendo sobre el asfalto caliente bajo la sombra de un pozo de ruedas, de un niño sonriendo mientras es llevado a cumplir su condena en un reformatorio, o de un vagabundo que deambula afirmando y buscando una libertad que la industrialización le ha robado son todas imágenes del error. Son aquellos que se han desviado de la norma, no han logrado desarrollar el hábito y, por lo tanto, presentan un peligro. Algunos presentan un desafío a los aparatos disciplinarios que intentan capturarlos y dóciles, otros amenazan la salvación biopolítica del rebaño. Sin embargo, todos ellos son la presencia de una vida diferente, otra vida. Como escribe Foucault sobre los cínicos en sus conferencias finales: “Solo puede haber vida verdadera como otra vida, y es desde el punto de vista de esta otra vida que la vida habitual de la gente común se revelará precisamente como distinta de la vida verdadera”. (Foucault 2011, 314). El cínico da fe a los horrorizados por sus acciones, que de hecho viven en la verdad. Este juego entre los procesos de subjetivación y la dinámica fluida de la verdad y el error viene a constituir un elemento central en el trabajo de Foucault sobre la normatividad.

Cuando la vida se vuelve perfectamente isomórfica con sus sistemas de control, cuando nunca sale de la “carretera”, ¿es posible la autoformación? La anormalidad, si bien lleva los grabados de una historia de abuso, encierro, patologización, castigo y muerte, también conlleva una libertad muy particular y subversiva. Es una libertad de divergencia; y es la divergencia la que siempre ha sido, y debe permanecer para siempre, indefinida y anárquica.

Errar es afirmar la vida.

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